Tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí. Da fuerza a tu siervo, salva al hijo de tu esclava.
(Salmo 85) Señor, en la hora de soledad, en la agonía de Getsemaní, sé clemente con tu siervo, no lleves cuenta de la maldad humana, sino acuérdate solo de tu piedad. Unos soberbios se han levantado contra mí, y atentan contra mi vida. Por eso, Señor, en la hora del silencio, en la hora de la soledad, da fuerza a tu siervo, salva al hijo de tu esclava. Me esperan la Cruz, los clavos, la larga agonía, los latigazos, la corona de espinas, los golpes y las bofetadas; los insultos, el abandono de los míos, la persecución de aquellos a los que curé, el desprecio de los que consolé y la injusticia de quienes debieran haber sido justos. Pero sólo tú, Señor, eres rico en piedad y leal. Desde la debilidad de mi soledad, desde mi silencio sufriente, Señor, salva al hijo de tu esclava, concede la fortaleza de tu Espíritu a tu siervo. Redime en mí, oh Todopoderoso, a cuantos no pueden encontrar redención. Purifica en mi sangre a cuantos se han apartado de ti. Rescata en mi muerte a cuantos pierden su vida. Tú, el Dios leal, salvarás en mi resurrección a cuantos en ti esperan; siendo clemente y misericordioso con tu siervo, lo serás con todos los discípulos que por mi nombre se atrevan a esperar en ti. Mi silencio dolorido hablará a cuantos, desde su silencio, clamen a ti desde el fondo de sus corazones. Mi soledad, por ti amparada, será paraíso para cuantos me sigan. Mi oración, por ti escuchada, será fuerza para quienes en mi Espíritu sean iluminados.